
6.000 años de amor
Ángela Becerra
Hace unos días aparecieron en diarios de todo el mundo. El uno frente al otro, los dos estirados, sus piernas dobladas y entrecruzadas, sus brazos extendidos. Se abrazaban. Sus cabezas, casi rozándose, parecían fundirse entre sus miradas. No hacía falta leer para entender la imagen: aquellos dos esqueletos, entrelazados y sepultados bajo tierra hacía más de seis mil años, estaban expresando el más refinado y voraz de todos los sentimientos: el amor.
Hoy, el amor no goza de gran prestigio social. En esta selva en la que para abrirse camino hay que avanzar a golpe de machete, muchas veces los sentimientos se entienden como debilidades íntimas, poco útiles para la ruta. Es un tiempo en que se potencian formas y envoltorios, llamaradas visuales con garantía de ceniza próxima. Es el triunfo del pectoral sobre el corazón, del presente sobre el futuro, de la liana sobre la raíz, del recibir sobre el dar. El estrés busca su antídoto en la alegría cronometrada, porque erróneamente se entiende que la trascendencia incrementa el peso de la existencia. Es por eso que tantas veces el amor queda limitado a su deslumbrante fase inicial de fuegos de artificio, sin darse la oportunidad para tejer complicidades, entendimientos y respetos, los mimbres de la amistad más profunda. Una amistad que se llama amor.
Aquella foto me recordó que hace seis mil años ya existía.
